No es país para viejos



"No es país para viejos"

La última propuesta de los hermanos Coen arranca con una declaración de intenciones, una cascada de paraísos áridos del oestefronterizo, cuya polvorienta majestad es la misma, más curtida, que aquella que decoraba la superestructura mitológica del lejano oeste en tiempos de justicia balística y ley de la jungla. "No es país para viejos" desgrana de salida su posición ideológica mediante una sucesión de miradas estáticas al pasado, presente y futuro a través del paisaje. Un ´slide show´ de horizontes del oeste, como lugar geográfico pero también y sobre todo, como salvaje modo de vida. El de entonces, terco y desmadrado, apoltronado en el caos del ojo por ojo, y el de ahora, brutal, agresivo hasta el límite de lo patológico y, desde luego, despojado de cualquier sombra de coartada romántica. Ese es precisamente el frente por el que la herida peor pinta tiene. Los Coen abordan la antiépica del ocaso, que es la de la frontera estadounidense-mexicana como foco de la ética -pero ética al fin y al cabo- de la defensa personal Winchester o Colt en mano. Su última película redefine, en un espejo de ficción prolijo ensímbolos, la relación de ese paisaje inhóspito con la violencia, violencia por demás tejida alrededor de nuevos parámetros (la irrupción del narcotráfico o, simplemente, la extinción de la moral y las buenas maneras en la comisión del delito).

Eso es "No es país para viejos", una radiografía en plano corto de la América que fue y la que es hoy a regañadientes. Encaja la película en el etiquetado del neowestern, pero además es un impecable thriller de toma el dinero y corre que, haciendo camino, se descubre un tratado filosófico sobre la mutación en el tiempo de los modelos de ritualización de la violencia, un cuento moral de profundidades insondables sobre el ocaso de la épica (en la vida y en el cine) y sobre los tumores adyacentes a la transformación, a peor, del paisaje geográfico y moral de la vieja América. Los Coen vuelven a ver la luz, se reinsertan en el olimpo de la gran (con mayúsculas) narrativa cinematográfica norteamericana, despojándose del lastre e una inopia (la que dio a luz "Crueldad intolerable" y, en menor medida, "Ladykillers") demasiado larga. Vuelven en buena hora, al discurso hiperviolento, quirúrgico de color sangre que enunciaran antaño en sus trabajos más tenebrosamente sociológicos, más viscerales y, en consonancia, más malsanamente trágicos ("Sangre fácil", "Fargo" y colateralmente "Muerte entre las flores"). "No es país para viejos" supura, como aquellas, coágulos de mala sangre para sentenciar, no sin una cínica sonrisa de oreja a oreja, que la violencia es un galimatías de círculos concéntricos, un pez que se muerde la cola y, lo peor, muerde también la de los otros peces.

Se reinventan los dos hermanos zambulléndose en la regeneración de lo clásico (en forma y fondo) con una escalofriante película que debe, no obstante, al menos la mitad de su furibunda grandeza al misterioso Cormac McCarthy (autor de la novela homónima). Y es que si algún pero cabe achacar (si es que como tal puede leerse) a los creadores de "Arizona Baby" es la asunción de la A a la Z del punto de vista del ganador del Pulitzer 2007. "No es país para viejos" -merecedora de hacer bulto en los anales del mejor cine estadounidense de la década- es la película soñada por cualquier escritor de altura, una adaptación modélica en todos los sentidos y, al tiempo, dotada de turbadora y colosal intensidad fílmica. Sombreros fuera para elogiar Bardem, actor gigante cuando encuentra director capaz de exprimirle todo el zumo, que, no obstante, no eclipsa a sus dos monstruosos compañeros de viaje, un crepuscular (como la fábula en sí) Tommy Lee Jones y un Josh Brolin haciendo oposiciones a ser el secundario de lujo que todo Dios quiere tener en su película. En síntesis muy sintética: una obra mayor, a la que, indudablemente, el tiempo dará la textura y el color de los buenos vinos.

En toda la película no hay ni una sola nota musical. A pesar de todo, y como obra maestra que es, sin música sabe crear de forma inmejorable un ambiente de tensión.